El rey de los espejos rotos
Había una vez un rey que gobernaba un próspero reino conocido por sus verdes praderas y su cielo siempre azul. Era un hombre de sonrisa amplia y palabras dulces, y, aunque no destacaba por su sabiduría, sí sabía cómo encandilar a su pueblo con promesas y discursos llenos de emociones. Sin embargo, detrás de las puertas del palacio, su vida era muy distinta de lo que predicaba desde el balcón real.
El monarca tenía una debilidad insaciable por los placeres terrenales: banquetes interminables, fiestas de lujo y un desfile constante de artistas de renombre que iluminaban sus noches con su belleza y talento. Entre sus conquistas, las estrellas de cine y televisión eran sus favoritas, y no pasaba un solo mes sin que alguna fuera vista entrando discretamente por los portones traseros del castillo.
Cada año, cuando llegaba la Navidad, el rey se ponía su mejor traje, leía el discurso que sus asesores habían escrito y hablaba de lo mucho que amaba a su familia y a su patria. "Soy un servidor incansable", proclamaba. "Trabajo día y noche por el bienestar de mi pueblo". La gente lo aplaudía con fervor, creyendo en su devoción, mientras él volvía a su salón privado, donde aguardaban las copas de oro llenas de vino y los cofres de regalos provenientes de tierras lejanas.
Pero, en realidad, el rey tenía un segundo oficio. Con la excusa de fortalecer alianzas comerciales, recorría el mundo negociando contratos y cobrando "donaciones" que acumulaba en cofres secretos. Las sumas eran tan astronómicas que no tardó en ser el hombre más rico del reino, aunque nadie supiera exactamente cómo.
Un día, los rumores se hicieron demasiado grandes para ignorarlos. Periodistas y nobles descontentos comenzaron a destapar su entramado de riquezas ocultas, mansiones en paraísos lejanos y banquetes financiados con el dinero del pueblo. La indignación se extendió como un incendio en un bosque seco.
"¡Debe rendir cuentas!" clamaba el pueblo. Pero el rey tenía un as bajo la manga: la Constitución del reino lo declaraba intocable. Ningún tribunal podía juzgarlo, y, aunque su reputación estaba en ruinas, la ley lo protegía como un escudo impenetrable.
Finalmente, el rey fue desterrado a una tierra lejana, un desierto rodeado de lujo. Se decía que vivía en un palacio rodeado de fuentes de agua cristalina y habitaciones tan grandes como catedrales. Aunque se había convertido en un proscrito, el reino seguía costeando sus extravagancias, desde los criados que le servían hasta los hoteles de mil y una estrellas que visitaba en sus viajes.
En el palacio vacío, el nuevo rey, más joven y con promesas renovadas, trataba de ganar la confianza del pueblo. Pero los espejos del castillo estaban rotos, pues reflejaban la verdad que todos conocían: un monarca puede marcharse, pero las sombras de sus actos nunca abandonan el reino.
Y así, el pueblo comenzó a murmurar una frase que se transmitió de generación en generación: "Los reyes se van, pero sus deudas quedan".